La Primavera de Praga y El Desafío Americano

Primavera de Praga, 1968. El pueblo checo rodeó los tanques para tratar de convencer a los soldados rusos que no continuaran con la invasión de un pueblo hermano. Lo estaban logrando, pero entonces el mando soviético cambió en tres días todos los soldados y los sustituyó por asiáticos semisalvajes a los que les hicieron creer que atacaban Alemania Occidental. Me lo contaron mis amigos Jirka y Mirek, protagonistas de aquello.

Resulta asombroso, cuando ya tienes más edad de la que quisieras, mirar hacia atrás y comprobar cómo la vida va trenzando episodios y cosas que en principio no tienen ninguna relación:

Corrían los años finales de los 60, y yo era estudiante de Licenciatura en Física en la Universidad de La Habana. Eran los tiempos en que el delirio revolucionario recorría el mundo, y en especial a Cuba. Aunque -para utilizar el slang comunista- «mi extracción era burguesa», a veces me daba por creer un poco el cuento de que ahora todos íbamos a ser hermanos y ayudarnos los unos a los otros. Bueno, hasta cierto punto, porque a veces dudaba de tanto revoltijo. Digamos que mi fervor revolucionario tenía sus períodos de incredulidad. O más bien que mi naturaleza de hombre libre a veces daba sus resbalones en el patiñero de la ideología comunista.

En realidad yo era un adolescente todavía inseguro de mí mismo, un adulto en ciernes. Tenía sin embargo, opiniones firmes en unas cuantas cosas. Por ejemplo, me negaba a participar en los círculos de estudio que se celebraban con demasiada frecuencia en mi aula de la Escuela de Física, para leer y «estudiar» -como si fuera un gran filósofo- los discursos del Fifo. Cada vez que Rogelito me citaba, yo le decía que tenía que estudiar, que eso a la larga le iba a reportar al país más beneficios que leer discursos.

Una vez en 1970, en un punto perdido de la geografía de Camagüey durante la Zafra de los 10 Millones -que por cierto, resultó un fiasco- me negué a levantarme de madrugada para quemar un campo de caña, una técnica muy utilizada entonces para tratar de facilitar el corte de los campos mal atendidos y llenos de malas hierbas, a costa por supuesto de secar la caña y disminuír su rendimiento. Aduje que ya era muy tarde, que los campos se queman luego de la puesta del sol -para poder vigilar que las pequeñas llamas no invadan el terreno contiguo- pero antes de que el rocío empape el campo, porque entonces sencillamente no prende. Mi argumento resultó cierto: los pobres infelices que fueron llevados a esa hora al campo -Javier Lourido fue el que me sustituyó-, se pasaron el resto de la madrugada tratando de prender un campo empapado de rocío y regresaron derrotados y exhaustos al amanecer. Pero esto, en lugar de darme créditos, aumentó la frustración y el deseo de venganza de los organizadores porque yo, un imbécil con balcón a la calle, había puesto en evidencia su ignorancia y sobre todo, había demostrado mi rebeldía hacia su liderazgo.

Pero mi pecado más grande fue el haber criticado la invasión rusa a Checoslovaquia en 1968 para aplastar la famosa Primavera de Praga. En aquella ocasión, yo comenté en los pasillos de mi escuela que aquello me parecía un gran abuso, y que si los soviéticos eran capaces de hacerle eso a sus supuestos hermanos checos -siempre nos habían dicho que todos los pueblos de los países socialistas éramos como hermanos-, entonces no tenían ningún derecho a quejarse de que los norteamericanos abusaran de los vietnamitas (en aquel tiempo la Guerra de Vietnam estaba en su apogeo), porque ellos estaban haciendo lo mismo. O sea, puse a los gringos y a los rusos en el mismo saco. Y como entonces corrían los tiempos en que los soviéticos eran considerados dioses por el Fifo -no hay que olvidar que siempre que se refería a ellos, lo hacía aludiendo a a la «indestructible amistad» que nos unía- aquellas palabras mías fueron equivalentes a proferir una blasfemia en voz alta durante la Inquisición.

De manera que mi posición ante las autoridades de la Escuela de Física no era precisamente muy envidiable. Existían varias personas decididas a echarme, entre ellas Rogelito Espinosa -un compañero de estudios frustrado por su poca inteligencia y refugiado en el falso poder de líder estudiantil-, Carlitos Rodríguez -un ex-compañero del Cepero Bonilla devenido en subdirector y al cual le encantaba reprimir- y Elena Vigil -una profesora, posiblemente representante de la Seguridad del Estado en la Escuela de Física-.

Daniel Stolik (más bien lo que queda de), mucho tiempo después de los hechos relatados

Por suerte, también tenía quien me defendiera. Daniel Stolik, el director, era un tipo menos inclinado a las cuestiones políticas y más hacia las docentes. Un poco despistadón y con el look del científico loco, para decirlo en el argot cubano. Quizás por ello era mi amigo, y una vez hasta me dijo que él quería que yo me quedara de profesor en la Escuela cuando terminara la carrera.

Portada del libro El Desafío Americano, de Jean-Jacques Servan-Schreiber

Por aquellos tiempos cayó en mis manos un ejemplar de El Desafío Americano, uno de aquellos libros prohibidos y que sin embargo circulaban de mano en mano, sobaditos y disimulados por una carátula de revista Bohemia como forro. Era un análisis muy interesante del poderío económico y científico estadounidense, y su papel en el desarrollo de la Europa de la postguerra. Contenía, entre otras, unas reflexiones de Robert McNamara, un famoso economista y ejecutivo de la Ford que por aquellos tiempos fue Secretario de Defensa y por lo tanto se convirtió en una especie de «Coco» para el Fifo. A él fue a quien primero le oí el término «technological gap».

También contenía un interesantísimo reporte de William Knox, de los laboratorios de investigación de la Standard Oil y asesor de la Casa Blanca en asuntos relativos al papel de los ordenadores en materia de información y comunicación. No puedo resistir la tentación de copiar aquí la traducción de un par de párrafos de su informe, escrito en 1968:

«Los ordenadores de 1980 serán pequeños, potentes y baratos. De manera que se hallarán a disposición de todos aquellos que los necesiten y quieran utilizarlos.

En la mayoría de los casos, el que utilice el ordenador tendrá una pequeña consola, en su domicilio o en su oficina, conectada directamente, sea cual fuere la distancia, a los grandes y más potentes ordenadores que tendrán almacenados, en enormes memorias electrónicas, los factores del conocimiento. Y los perfeccionamientos que se están realizando actualmente en la relación oral-escrita con el ordenador, harán que sea tan sencillo utilizarlo en el conjunto de sus operaciones como lo es, hoy en día, conducir un automóvil.»

Cuando leí esto, quedé arrobado de misticismo futurista. Este hombre, hace más de 40 años, estaba describiendo el internet y los laptops caseros de hoy.

Quizás por ello cometí el error de comentarle a Stolik que había leído el libro y lo consideraba muy bueno. Se le abrieron los ojos como platos. Me imagino que con mi comentario estaba firmando mi sentencia de muerte, porque lo que logré fue convencerlo de que mis críticas al sistema comunista no se limitaban a la calidad de las croquetas de tartán que vendían en la cafetería de la escuela, sino que iban un poco más allá. Creo que entró en pánico al darse cuenta que si continuaba defendiéndome ante la horda comunista, corría el riego de que lo vieran como mi cómplice.

Y aquellas aguas, trajeron estos lodos. No es que yo sea tan determinista. En una sociedad asfixiada por el dogmatismo y la intolerancia castrista, pienso que habría terminado por suceder de todos modos. Pero bueno, así fue como pasaron las cosas: Me encontraba yo escribiendo el último examen de la carrera, que casualmente era de Mecánica Cuántica II, cuando apareció la secretaria de Stolik a decirme que debía presentarme ante él. Con la mayor ingenuidad le expliqué que estaba en medio de mi último examen, que en cuanto terminara iría a verlo. Me contestó que no, que debía dejar el examen y subir enseguida a su despacho. Ya aquello me empezó a oler mal.

En el despacho de Stolik me encontré a la plana mayor de la Escuela: Partido, Juventud y Dirección. Además del director, allí estaban los hijos de puta de Carlitos Rodríguez, Elena Vigil y Rogelito, por supuesto, babeantes de ira, listos para propinarme el zarpazo, y una serie de despreciables corifeos más, arreados para hacer bulto.

Leyeron un papelón donde me acusaban de no ser un joven revolucionario, y me decían que yo no merecía estudiar en la universidad, y mucho menos graduarme de físico. Entre las acusaciones específicas, aparecían mi comentario sobre la invasión rusa a Checoslovaquia, el episodio de la zafra y mi renuencia a leer los discursos del Fifo. Y parece que para redondear inventaron cargos adicionales que caían de lleno en el terreno de lo ridículo, como por ejemplo que a mí no me gustaban los deportes y que eso «no se concebía» en un joven revolucionario, que por supuesto debía ser un tipo integral, al cual además de comunista, debían de gustarle los deportes.

Les respondí que lo que yo no concebía era que ellos me botaran de la universidad por motivos tan absurdos. Que eso estaría bien en tiempos del oscurantismo medieval, pero que ya ese período había acabado, que no siguieran intentando jugar el papel de Gran Inquisidor. Y que no me dijeran que yo debería estarle agradecido al Estado por haberme dejado estudiar en la Universidad de La Habana, porque en realidad sino fuera por ese dichoso Estado, yo probablemente estuviera estudiando en el MIT, en Boston. Por supuesto, mi respuesta no hizo más que echarle leña al fuego.

En definitiva se salieron con la suya, al menos por ese momento. En la Cuba comunista se usa un eufemismo para denotar a los que botan de la universidad por motivos políticos: te «depuran», lo cual lleva implícito el concepto de que tú eres un desecho, una basura descartable. Y en la práctica significa que te lanzan a la calle sin siquiera darte una resolución o un papel que sirva de constancia para reclamar ante una instancia superior. Te tienes que ir, y ya. Indefinidamente, o sea, per sécula seculorum.

Para alguien que se ha pasado toda su vida estudiando con el objetivo de llegar a obtener un título, y sabiendo que ya ningún jefe de personal te va a aceptar en su plantilla porque te está botando el único empleador que existe -o sea, el Estado- eso es peor que la muerte. No me dejaban irme del país -ellos piensan que le perteneces, que eres un siervo de la gleba- con la excusa de que estaba en edad militar, no me daban trabajo por motivos políticos -yo lo busqué de enterrador, de cazador de cocodrilos en la Ciénaga de Zapata y hasta de barrendero y me lo negaron- y tampoco me dejaban estudiar. ¿Iba a ser un mantenido de mis padres toda la vida, yo que era su orgullo y su esperanza, y que por la ley de la vida estaba llamado a ser su soporte en la vejez?. Era un desterrado, una nopersona orwelliana.

La rebuscada maldad de ese castigo rebasa lo imaginable por una mente normal. Pero desgraciadamente se practicó y se sigue practicando con frecuencia hoy en día. Y yo diría que no es de los peores abusos. El desgobierno castro-comunista se ha lucido en eso de reprimir y cometer crímenes. Por eso cuando oigo hablar de reconciliación, me pregunto a mí mismo si estaría dispuesto a perdonar a los que tanto daño hicieron, y mi respuesta es no.

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Cuatro años después, pude terminar la carrera y en cierta forma resultar vencedor. Pero tuve que hacer más maromas que un trapecista y pedirle ayuda a un viejo amigo de la familia que ocupaba una posición de primera línea en el gobierno, que los obligó a recular.

Pero eso lo contaré en otro artículo.

Acerca de azayas48

Físico médico, programador de computadoras. Fan de Visual Basic y SQL. Cubano por nacimiento, mexicano por naturalización y por corazón.
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