La felicidad cabe en una maleta (IV)

Caminando por el filo entre mundos opuestos

Yo no sé si se trata de una tendencia instintiva a racionalizar mi vida a través del prisma de las leyes de la dialéctica -con su Unidad y Lucha de Contrarios- o si es sencillamente la casualidad, pero siento que el destino me ha puesto con frecuencia a caminar por el filo entre mundos opuestos. Desde los puntos de vista religioso, filosófico, político o cultural, mi vida ha estado sometida al influjo de tendencias completamente contrarias; y creo que eso -a pesar de que han habido momentos de peligro- a la larga me ha beneficiado porque me ha ayudado a tener una visión de la realidad mucho menos sesgada y más balanceada que si hubiera conocido solamente uno de ellos.

Digamos que me gusta más contemplar la lucha entre el Yin y el Yang para sacar mis propias conclusiones, que caer en el fanatismo a ultranza. Eso, en ambientes de extremismo, en donde alguien quiere obligarte a que tomes partido por sus ideas para controlarte, casi siempre me ha traído problemas; pero también la satisfacción de sentir que soy el dueño de mis creencias, que puedo amoldar mi vida a ellas y que los intentos de manipularme por parte de gente deshonesta, malvada o desequilibrada, se estrellan contra mi raciocinio y mi voluntad. Tú me puedes convencer con razones, no con dogmas. Y si intentas hacerlo con amenazas, engaños o griterías, lo único que conseguirás será mi desprecio.

Por ejemplo, en mi niñez los jesuítas del Colegio de Belén trataron de convertirme en discípulo de San Ignacio de Loyola y San Francisco Javier -sus fundadores- un par de místicos iluminados que eran capaces de anteponer las conjeturas de sus mentes febriles a su razón. Y qué lograron? Un agnóstico de hueso colorado (ojo: el agnosticismo ni niega ni afirma la existencia de un ser superior). Me parece la respuesta más honesta a la pregunta fundamental de la filosofía: qué somos, porqué existimos? No lo sé, aunque me encantaría saberlo.

Luego los comunistas del Cepero Bonilla -la escuela cubana de excelencia para la formación de las siguientes generaciones de líderes comunistas- trataron de convencerme de las bondades de su sistema político, que subordina la voluntad individual a la voluntad popular (¡y mira tú, casualmente ellos son los que se auto-otorgan la capacidad de hablar en nombre del pueblo!). Tampoco lo lograron. Es más, lo que lograron fue convertirme en librepensador y que reafirmara mis creencias acerca de las bondades de la democracia, el respeto a la ley y las libertades individuales. Claro, mi experiencia con el mundo religioso jesuíta me sirvió para encontrar sospechosas semejanzas entre las dos filosofías y ello me puso en alerta: la constante alusión a los mártires de la revolución se me parecía demasiado a la adoración de los santos de la Iglesia Católica; las movilizaciones populares, a las procesiones católicas; la celebración de aniversarios luctuosos o festivos referentes a las fechas históricas de los comunistas, eran equivalentes a las novenas, misas, jaculatorias y tantísimos otros ritos católicos, etc. Pero sobre todo, la «intransigencia revolucionaria», ese eufemismo usado como axioma ideológico para reprimir la pluralidad de opiniones, tenía un parecido demasiado obvio con los dogmas católicos y la amenaza del Infierno para el que no los aceptara. En definitiva, para decirlo utilizando un argot popular: eran el mismo perro con distinto collar.

Pero no solamente en los planos religioso, filosófico o político estuve sometido a influencias opuestas. También en el aspecto cultural y/o social.

Afiche del filme El Angel Exterminador

Mi Angel Exterminador

Creo que una de las características del buen arte es que produce en el espectador una sensación de deja-vu, de extraña familiaridad con el objeto o manifestación que se expone. Lo mismo en la literatura que en el cine o cualquier otra manifestación artística, las buenas obras se reconocen desde el comienzo y se recuerdan como algo íntimo a través de los años.

Escena del filme «El Angel Exterminador», de Luis Buñuel.

Además, la coincidencia entre las ideas del autor y las del espectador no tiene necesariamente que ser total: se puede admirar a Gabriel García Márquez por haber escrito 100 Años de Soledad, pero despreciarlo por su amistad con el Fifo. Se puede disfrutar a Neruda sin abominar de Pinochet (ok, Pinochet cometió asesinatos y fue un despreciable dictador de derecha; pero salvó a Chile de un peligro aún peor: una dictadura de izquierda; y si no me creen, los remito a Venezuela y Cuba). Y se puede apreciar a Buñuel sin ser un antifranquista furibundo.

Luego de permanecer encerrados por cierto tiempo, el código de comportamiento del grupo cambia de lo refinado, hacia lo chabacano o corriente.

En 1962, Buñuel dirigió El Angel Exterminador, un filme surrealista que -a pesar de que no puedo presumir de haberlo entendido en su totalidad- dejó una profunda huella en mi psiquis. En él, se cuenta la historia de unos burgueses del jetset de la Ciudad de México, que asisten a una fiesta. Inicialmente, todo transcurre con normalidad pero de pronto comienzan a suceder cosas extrañas: mientras los sirvientes escapan -nadie sabe porqué- los comensales se sienten encerrados y no pueden abandonar el salón. Naturalmente, luego de unas horas se acaban los víveres. Poco a poco, el acicalamiento y los modos corteses de las damas y los caballeros comienzan a ser reemplazados por el desaliño y  el egoísmo, ese sentimiento que tiende a aflorar en los ambientes de miseria. Las cosas se complican cuando unos mendigos entran desde la calle y se regodean con los restos de comidas y el lujo del salón, haciendo una especie de mofa pueril del ambiente burgués. Al final, unos corderos hacen también su aparición y terminan de sembrar el caos en aquel ambiente. Un poco después logran encontrar la forma de salir de allí, y deciden ir a una iglesia a dar gracias por ello. Pero al final del Te Deum encuentran que de nuevo se sienten encerrados y la pesadilla comienza otra vez sólo que con más personas y en otro lugar. Fin.

Corderos entrando a la fiesta

Recuerdo que cuando la vi, salí del cine con la sensación de haber sido estafado. Sin embargo -¡Oh maravillas del destino!- algún tiempo después me encontré en ambientes que me recordaron el filme.

Ramón y Rodrigo

Ramón y Rodrigo eran compañeros míos de la carrera de Física. Los dos pertenecían a antiguas familias de Sancti-Spiritus, población cercana a Trinidad -mi pueblo natal- con una gran tradición agropecuaria. Quizás la cercanía geográfica de nuestros orígenes se tradujo en empatía, quizás fue el hecho de estudiar juntos y vernos a diario, el caso es que terminamos siendo grandes amigos.

A diferencia de la mía, sus familias tenían ramificaciones en el jetset habanero anterior a los Castro. Explico a qué me refiero: en los años 50, La Habana se codeaba de tú a tú con París, Londres o Nueva York. Quizás no tuviera tantos museos, monumentos y edificios con arquitectura imperial o rascacielos asombrosos, pero era indudablemente bella, limpia, y constituía la mezcla perfecta entre su pasado como capital colonial y su presente como cabeza de una moderna nación en pleno desarrollo económico.

En 1959, Miami no pasaba de ser un pueblecito de casitas de madera, mientras que La Habana tenía un perfil de gran ciudad. Hoy sucede exactamente lo contrario, La Habana se cae a pedazos y parece una ciudad bombardeada gracias al Fifo y su fracasada revolución, mientras que el perfil urbano de Miami es espectacular, una especie de puerta de entrada de toda América Latina hacia los Estados Unidos.

Y en esa gran ciudad habitaba una sociedad perfectamente desarrollada que incluía desde el más humilde estibador del puerto, hasta el mas rancio aristócrata de nombre rimbombante y título nobiliario (comprado, ok, pero título al fin), acostumbrado a los lujos, que podía hablar (y lo hacía con frecuencia) de los boulevares parisienses o de los grandes almacenes en la Quinta Avenida de Nueva York, con la misma familiaridad con que se refería al Paseo del Prado cubano o a El Encanto, la famosa tienda por departamentos de la calle Galiano.

Parte de esa sociedad no se fue del país luego del triunfo del Fifo, quizás porque no querían abandonar sus pertenencias (si emigraban, el desgobierno comunista les «intervendría» -es decir, les robaría- toda sus propiedades en Cuba) o porque sospechaban que en otro lugar nunca serían los mismos, por mucho nombre y dinero que tuvieran. La tierra jala, de eso no tengo dudas. En cierta forma, estaban «encerrados», como los burgueses del filme de Buñuel, y se negaban a aceptar la realidad.

Pero era gente divertida. No eran viejos cascarrabias, encerrados en sus odios o sentimientos de venganza. Eso a lo mejor iba por dentro en algunos (igual que me sucedió a mi), pero al menos externamente eran gente divertidísima, que sabían mantener conversaciones inteligentes e interesantes sobre Historia, Arte y otros mil temas atractivos.

De manera que vivían dentro de Cuba, pero en una especie de burbuja de realidad virtual. Y como los grandes salones y nightclubs ya no existían o al menos no eran lo que habían sido antes -con sus estrellas de Hollywood y sus deslumbrantes shows- pues se los inventaban en forma privada. Es decir, se invitaban constantemente entre ellos a fiestas con cubertería de plata fileteada en oro y copas del mas fino baccarat, pero para comer bocaditos de pasta de jamón, contados y limitados estrictamente a uno por invitado, y beber un ponche con mas sabor a guachipupa que a sangría. Eran una fauna interesantísima para un joven ávido de aventuras, como yo.

Cheo y Lidia

Cheo y Lidia eran tíos de Ramón y conocían muy bien a la familia de Rodrigo. Pertenecían de lleno a esa burbuja. Cheo era muy bajito; tanto, que llamaba la atención por su corta estatura. Su calva central superior, aparecía rodeada de un cinturón de pelo a nivel de las orejas. Llevaba un bigotito corto y cuadrado, que lo hacía parecerse a un tenor de ópera representando algún personaje de Verdi. Su educación formal era, para decirlo de alguna forma, descomunal. Nunca lo vi profiriendo un exabrupto o alguna palabra altisonante. Era la educación, la amabilidad y el refinamiento en persona. Lidia era alta y flaca como un güin, su estatura contrastaba inmediatamente con la de su esposo, y su educación formal iba pareja con la de su cónyugue. Sobrepasaba a Cheo en al menos una cabeza. Cuando la conocí, comenzaba a padecer una ligera escoliosis que la hacía parecer con su cabeza un tanto inclinada hacia adelante. Nunca he vuelto a conocer a una pareja más dispareja. Sin embargo, se llevaban de maravilla, y producían en sus amistades una sensación de profunda compenetración y amistad.

Mi relación con ese mundo comenzó, naturalmente, por mi amistad con Rodrigo y Ramón. No recuerdo exactamente cuándo, pero en algún momento visité a Ramón en la casa de sus tíos y trabé amistad con Cheo y Lidia. Sin embargo, dicha amistad se vio reforzada inmediatamente por mi afición a la fotografía.

Retrato realizado por mí a Pepe Rodda, el esposo de Aurora González, mis vecinos del segundo piso, y matrimonio al que quise como mis segundos padres, y estoy seguro que ellos a mí también me quisieron como el hijo que nunca tuvieron. Hablé sobre ellos en mi artículo anterior. En esa época yo estaba aprendiendo y experimentando con el posicionamiento de las luces para hacer un buen retrato, y Pepe se prestó a servirme de modelo.

Mis pininos como fotógrafo aficionado

Quizás fue por la influencia de mi padre, al que siempre le gustó ese mundo de las fotos y las películas de aficionados, pero desde mis tiempos de juventud en Trinidad intenté sumergirme en la ciencia de la fotografía (digo ciencia y no arte, porque en realidad nunca he tenido aptitud para la fotografía como arte, solo me llamaban la atención los aspectos técnicos de la misma).

Hoy en día la fotografía parece algo relacionado con la electrónica y el mundo digital, pero en los tiempos en que yo comencé a aficionarme a ella, olía más a química que a otra cosa. Las imágenes se obtenían aprovechando la reacción que la luz producía en ciertas sales de plata, que se reducían a plata metálica luego de ser expuestas a la luz y sometidas a la acción de un agente «revelador». El revelado se detenía bruscamente con el «detenedor», que cambiaba el pH y detenía instantáneamente la reducción de la plata, logrando el contraste entre las zonas iluminadas y las obscuras. El exceso de sales sin reducir se eliminaba con otro agente «fijador», el hiposulfito de sodio. Como el proceso producía imágenes con los valores lumínicos invertidos, había que repetirlo (positivo-negativo-positivo) para obtener el resultado final. Las fotos se tomaban usando un «rollo» o material transparente embebido en las sales de plata. Luego del proceso de «revelado», se obtenían los «negativos», que se ponían a secar como si fuera ropa mojada. Una vez secos, se ponían en «la ampliadora», un dispositivo lumínico vertical con un juego de lentes que se utilizaba para proyectar la imagen del negativo sobre un papel embebido en las mismas sales de plata y que se sometía al mismo proceso de revelado-detención-fijado. El tamaño de la foto dependía del cono de proyección y se regulaba aumentando o disminuyendo la distancia entre el negativo y el papel. Durante el segundo proceso y con algo de práctica, se podían realizar algunas manipulaciones para mejorar el contraste en ciertas zonas de la imagen. El resultado final era una imagen positiva, en donde los valores lumínicos coincidían con la realidad. El proceso llevaba horas de trabajo y un cuidado extremo para no exponer involuntariamente los negativos o el papel a la luz, de manera que todo se hacía en obscuridad total o con una débil luz roja, porque las sales de plata eran insensibles a la luz con la longitud de onda correspondiente al rojo. Un verdadero embrollo, sobre todo si se compara con la facilidad con que hoy en día cualquiera hace una foto usando una paleta de 24 millones de colores con su celular y la transmite a su amigo en otro continente en cuestión de segundos.

Pero a mí, de adolescente, me encantaban esos embrollos. De manera que desde que vivía en Trinidad luego de que el Fifo cerrara los colegios privados y me fui a mi pueblo a estudiar la Secundaria Básica, me metí en ese mundo. La desventaja era que ya habían transcurrido unos años desde el triunfo de la revolución del Fifo, y comenzaban a escasear todas las cosas, incluídos los materiales fotográficos. Dónde conseguirlos? En mi caso, la respuesta a esta pregunta era obvia: con Chichito Santana.

Manuel Cañedo y Escala, mi abuelo materno, posando para una foto como era normal a principios del siglo XX

Chichito Santana

Chichito Santana era, digámoslo así, el fotógrafo del pueblo. No era el único, por supuesto, pero era el más famoso entre la sociedad «bien» de Trinidad. Que la familia Iznaga va a celebrar un bautizo? Pues llamen a Chichito Santana para las fotos. Que la familia Becquer necesita un fotógrafo para inmortalizar la fiesta por el cumpleaños de su tercer nieto? Pues llamen a Chichito Santana. Que los Zayas quieren una foto de estudio con toda la familia sentada o de pie alrededor del patriarca? Pues lo mismo.

Mi madre me contó que cuando ella y mi padre se iban a casar, Chichito se estuvo relamiendo los bigotes desde que le asignaron la tarea de ser el fotógrafo oficial de la boda, porque mi familia era muy conocida en el pueblo y esa era una gran oportunidad para él por la propaganda que iba asociada al evento social. Estuvo preparando su equipo -aquellas cámaras grandes y pesadas, apoyadas sobre un sólido trípode de madera y con un paño negro sobre la cabeza del fotógrafo para facilitar el enfoque en el cristal esmerilado- durante un buen tiempo, para lograr la excelencia. Pero el hado del destino a veces es cruel, y sucedió que precisamente durante la boda, en el momento culminante, cuando la novia iba vestida con un precioso vestido de cola larguísima y todos los invitados esperaban el flashazo de la foto para inmortalizar el irrepetible instante frente al altar… a Chichito se le trabó la cámara.

Antigua cámara profesional de «fuelle»

Luego de varios intentos infructuosos por arreglar el problema y en medio de la exasperación creciente del público, los invitados más cercanos a él lograron oír el murmullo de una imprecación expresada con total desesperación y desamparo: ¡Mierda! Y en un rapto de ira, estrelló la cámara contra el piso de la iglesia. Por eso mi madre no tenía muchas fotos de su boda, sólo unas pocas, me imagino que hechas por un fotógrafo avisado de emergencia para que concurriera a la ceremonia, al que la suerte le brindó la oportunidad que Chichito anhelaba. Cosas del destino que es medio cabrón, por no decir otra barbaridad.

A ese mismo Chichito, muchísimos años después, fue al que yo recurrí para que me vendiera algunos materiales fotográficos, y comenzar mi vida de extranjero, digo, de fotógrafo aficionado. En aquella ocasión Chichito me vendió con mucho misterio una caja de papel fotográfico, un frasco de líquido «revelador», otro de «detenedor» que si no recuerdo mal era ácido acético diluído, y un gran cartucho de hiposulfito de sodio, el agente «fijador» de la imagen. Me dijo que pusiera dos puñados de aquellos cristales blancos, en un litro de agua, pero que el revelador y el detenedor los usara tal cual, sin diluír.

Habían, sin embargo, un par de problemitas: yo no tenía ampliadora, ni tampoco cuarto obscuro. El primero se resolvió usando un portaretrato viejo como impresora «de contacto». La idea era poner el negativo y el papel fotográfico en el lugar del retrato, presionarlo entre el cristal y el respaldo del portaretrato, y exponerlos a la luz a través del cristal. Por supuesto, cuando haces algo así no puedes ampliar la imagen, por lo que la foto sale del mismo tamaño que el negativo.

En cuanto al cuarto obscuro, la cosa se resolvió haciendo el proceso de revelado y fijado en el sitio más obscuro de la casa: debajo de mi cama, con los faldones de la sobrecama tratando de eliminar el resplandor que se colaba por la rendija inferior de las puertas que comunicaban el cuarto con el comedor y el pasillo. Toda una aventura, que funcionó a medias, aunque resultó muy incómodo trabajar acostado en el piso sin poder sentarse o levantar la cabeza, y sofocado por un calor de mil demonios.

Mi afición a la fotografía me abre las puertas al agonizante jetset cubano

Cuando conversando conmigo, Cheo se enteró de que a mí me gustaba la fotografía y que tenía materiales para hacer fotos, enseguida me preguntó si yo podía ser el fotógrafo de sus eventos sociales. Por supuesto, le contesté que sí. Fijamos un precio por foto, pero a mí lo que me interesaba en realidad era entrar en el mundo agonizante del jetset cubano, porque como joven que ve acercarse un futuro proletario oliendo a sudor, estúpidas consignas y profundas ambiciones de poder y control de los seres humanos, mal escondidas detrás del disfraz de caudillo libertario; y que al mismo tiempo ve alejarse un pasado oliendo a Dior, lleno de elegancia, buen gusto, arte y refinamientos, no podía dejar de aprovechar la oportunidad para vivir aunque sea los coletazos finales de aquella sociedad. Yo sentía que pertenecía a ella, y que alguien me había quitado la oportunidad de disfrutarla a plenitud, así que no iba a dejar pasar lo que me tocara, aunque fuera la raspita.

Y en este punto, para que se comprenda lo que sigue, tengo que hablar de ciertas consecuencias de la Segunda Guerra Mundial. Rusia, durante el zarismo, ocupó un lugar prominente en las ciencias y las artes. Músicos como Pyotr Ilyich Tchaikovsky, escritores como Leo Tolstoi o Fyodor Dostoevsky, y químicos como Dmitri Mendeleev, el padre de la Tabla Periódica de los Elementos, son muestra de ello. La desgracia llegó, sin embargo, con los bolcheviques. Todo el tejido social del Imperio Ruso incluyendo las ciencias y las artes se vino abajo, en parte por la tozudez del zarismo a aceptar los cambios hacia una sociedad más democrática, y en parte por la terrible tozudez de los comunistas a aceptar que la economía planificada es sencillamente, una utopía inviable. Por eso la industria soviética tenía fama de tosca y atrasada (en el slang cubano, para referirse a algo ruso se utiliza la palabra «bolo», con significado de tosco, primitivo, no refinado). De manera que cuando las tropas rusas llegaron a la Alemania nazi, se encontraron con un país con fábricas que, comparadas con las de la URSS eran como de cuento de hadas. Y cuando las tropas se retiraron, por supuesto, cargaron hasta con los tornillos. La fábrica de cámaras Leica fue una de ellas. Los rusos han hecho lo mismo muchas veces (me refiero al espionaje industrial o la copia descarada de tecnología), por eso al carro de mi papá, un Desoto modelo Diplomat de 1954, le servía el carburador del Gaz soviético, que era una copia de los jeeps norteamericanos regalados a Stalin por Roosevelt cuando eran aliados. En fin, que los rusos fabricaban cámaras fotográficas aceptablemente buenas, pero con tecnología robada a los alemanes.

Leica modelo II

Sin embargo, y gracias a las gestiones de mi padre con Armando Parajón, uno de sus amigos (y amigo mío también), yo poseía una Leica II original, que cuidaba como la niña de mis ojos, además de un par de cámaras rusas y algunas otras rarezas como una cámara de cine suiza Bolex de 8 mm y hasta una Minox, la famosa cámara de los espías, que siempre salía en los filmes del agente 007, a la cual había que literalmente fabricarle los rollos, cortando y modificando en total obscuridad un rollo normal de 36 mm con un bisturí porque ni soñar con encontrar ese tipo de rollo en la «Caribbean», la única tienda en toda Cuba en donde el desgobierno comunista, con ese estúpido afán de regularlo todo, había concentrado la venta de algunos materiales fotográficos a los aficionados; toda una proeza, para la cual mi padre estaba especialmente dotado de paciencia y habilidad (él fabricó a mano una herramienta ad-hoc para cortarlos).

Minox modelo A II

Pero si bien yo lograba algunas buenas fotos usando mi Leica, cuando Cheo mencionó que él poseía una Rolleiflex, sentí unos deseos irrefrenables, casi sexuales, de tocarla; para que me entiendan, es como si a un tipo que presume de tener un Mustang, alguien le dijera descuidadamente: «Ah, sí, creo que yo tengo por ahí un Bentley, o un Lamborghini…!»

Rolleiflex 3.5 F

La Rolleiflex era una cámara alemana con calidad profesional, que utilizaba la en ese entonces reciente tecnología reflex para lograr el encuadre sobre un cristal esmerilado, una especie de variante intermedia entre una antigua cámara profesional de fuelle (de las que usaba Chichito) y la tecnología tradicional de visor con corrección de paralaje para las cámaras de aficionado. Además, la óptica era inmejorable, y el tamaño de los negativos mucho mayor que el de las cámaras de 36 mm, de manera que las fotos tenían mucha mayor nitidez porque el factor de ampliación necesario para lograr un positivo de determinado tamaño, era mucho menor. En fin, una maravilla, y yo iba a poder usarla!. Por supuesto, me zambullí en el mundo de las fiestas de Cheo, como si me tirara a una piscina llena de monedas de oro.

Salt cellar (salero), Benvenuto Cellini, 1540-1543. Kunsthistorisches Museum, Vienna, Austria. (Photo by Ali Meyer/Corbis/VCG via Getty Images)

Y no andaba muy equivocado en mi apreciación: la casa de Cheo era un verdadero museo lleno de muebles estilo Luis XIV (el Rey Sol), jarrones de porcelana de Sèvres, vajillas Limoge, portaretratos y centros de mesa de plata repujada a mano (recuerdo un gran centro de mesa de plata, copia del original hecho por el gran escultor florentino del Renacimiento, Benvenuto Cellini), ceniceros de cristal de Murano, lámparas y copas de Baccarat, cómodos butacones y sofáes forrados en Damasco dorado… Toda esa parafernalia inútil pero indudablemente tentadora, que forma parte de El discreto encanto de la burguesía, para decirlo con el título de otra de las películas del propio Buñuel.

Perseus holding Medusa’s head, bronce sculpture by Benvenuto Cellini

Y si el apartamento de Cheo y Lidia me pareció lujoso, cuando conocí la casa de Piedacita, una mansión enorme situada en la avenida Kohly, en la curva que baja hacia el puente de 23 (casualmente, el mismo sector que los nuevos mayimbes y segurosos adoran y se disputan para vivir, demostrando su arrogancia chabacana de rico reciente, como los puercos de La Rebelión de la Granja), mi asombro y admiración fue aun mayor.

Piedacita era la novia de Ramón, y también la supuesta heredera de las famosas Minas de Matahambre, una de las industrias más ricas y reconocidas de la Isla en los tiempos pasados. Por supuesto, la posibilidad de Piedacita de heredar las minas se esfumó el 1ro de enero de 1959, cuando Castro tomó el poder.

Su mamá, Panchita M., era el sumum de la elegancia y la clase, en el cuerpo de una cubana bonita y simpatiquísima, con un hablar que cuando quería podía ser refinado al extremo, pero también podía ser puro látigo con cascabeles en la punta, como describió Martí a la sátira política.

Pluma de fuente Mont Blanc clásica

Su esposo, el Dr. Calixto S., era un prestigioso cardiólogo infantil, con un buen humor a prueba de bombas, que veía hundirse el mundo a su alrededor con una sonrisa en los labios. Y para muestra de ello, un botón: cuando Piedacita y Ramón se casaron, Calixto le prestó a Ramón, para que firmara el acta de la boda, su pluma de fuente Mont Blanc, una reliquia familiar clásica, de aquellas que tenían un depósito de tinta que se llenaba con una palanquita que succionaba el líquido. Momentos antes de la ceremonia en la Iglesia, Calixto se acercó a Ramón y con cierto misterio, le dijo al oído: «Cuídamela mucho, que es de oro!». Ramón, por supuesto, pensó que Calixto le estaba pidiendo que cuidara mucho a su hija, la cual le estaba entregando en matrimonio, y comenzó a explicarle a Calixto que él iba a cuidarla mucho, muchísimo… y entonces fue cuando Calixto le espetó en su cara: «No, no estoy refiriéndome a mi hija, me refiero a la pluma que te presté, coño, que tiene el punto de oro!». Así era Calixto. Por supuesto, adoraba a Piedad, pero no perdía la oportunidad de hacer un buen chiste. Su relación con Panchita me recordaba a los muñequitos de Lorenzo y Pepita, con un mayor sesgo de buen humor.

Portada de un «muñequito» (comic) de Lorenzo y Pepita

La casa de Piedacita, aparte del tamaño, tenía una clara ventaja sobre el apartamento de Cheo: sus jardines, que permitían hacer una fiesta completa en ellos sin siquiera tener que preocuparse por salvaguardar los tesoros del interior. La cocina era mayor que mi casa completa. Recuerdo la sala, cerrada por un cancel interior de hierro forjado, repleta de muebles de estilo, lámparas de alabastro, y una vitrina que contenía peinetas, abanicos sevillanos dibujados a mano, y huevos de Fabergé… Para mi afiebrada imaginación de adolescente con aspiraciones al gran mundo, era la casa de El Angel Exterminador, hecha realidad.

La vida de Piedacita da para una de las muchas novelas que pueden escribirse gracias a (o mas bien por la desgracia de) la revolución del Fifo. De niña mimada por la fortuna y visitante en 1955 del recién estrenado Disneyland californiano (el primero del mundo), a sobreviviente de un naufragio social tipo Titanic. Por suerte, salió a su padre, bromista y enfocada en lo positivo.

Muchos años después, el destino, que todo lo puede, convirtió a Piedacita en diseñadora de vestuario para el mundo de la tv y el cine, en donde muchas veces ha recreado la Cuba de los años 50; oficio para el que se pinta sola porque conoció ese ambiente de riqueza y opulencia no en los libros de historia ni en las novelas de época, sino porque lo vivió en su niñez.

Tírale, tírale, que se escapa!

Rodrigo era extremadamente inteligente, y tenía un fino sentido del humor. Nunca olvidaré la ocasión en que él y Ramón hicieron referencia entre risas, a los deseos que tenía Rodrigo de participar en «la cacería». Cuál cacería? -pregunté. La de comunistas! -me respondió Rodrigo- Te imaginas cuando se acabe esto, la que se va a armar? Ya me la imagino, los comunistas corriendo por toda la calle con la gente pisándole los talones para ajusticiarlos, y los gritos: Tírale, tírale, que se escapa! Se metió por allí, míralo, brincó la tapia, vamos, tírale, tírale!.

En aquel momento nos pareció un buen chiste, porque la Revolución del Fifo estaba aún cogiendo vuelo, y era fuerte. Hoy no lo es, su desmerengamiento puede suceder en cualquier momento. Con los 50 años de abusos que han transcurrido desde entonces, la economía depauperada por una dirección estúpida y malvada que provoca el éxodo de los mejores, y la gente muriendo como moscas de Covid mientras el gobierno comunista cubano muestra una ineptitud y una insensibilidad asombrosa al negar el acceso a medicinas y vacunas de calidad, las tornas están al invertirse. Lamentablemente, Rodrigo ya no está con nosotros para participar en la cacería. Pero créanme, estoy seguro que desde cualquier lugar en donde esté, la va a disfrutar.

Escena del fime «The Graduate» (El recién graduado)

The Graduate (El recién graduado)

Y de nuevo me extendí demasiado escribiendo detalles de mi vida, sin llegar a describir el instante en que por fin llevé el gato al agua por primera vez. Tendré que escribir otro capítulo. Pero ya tengo en mente la película que me va a servir como inducción al relato de la experiencia: The Graduate, con Dustin Hoffman y Anne Bancroft.

Continuará

Acerca de azayas48

Físico médico, programador de computadoras. Fan de Visual Basic y SQL. Cubano por nacimiento, mexicano por naturalización y por corazón.
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