Los mameyes de Tapaste

Mapa que muestra la posición de Tapaste, un pueblecito agrícola fundado a mediados del siglo XVIII en la fértil región del sureste de la Ciudad de La Habana.

Durante siglos, las tierras situadas al sur de La Habana han tenido fama de fértiles. Me imagino que a la llegada de los conquistadores españoles en ellas había exhuberantes selvas tropicales, pero ya hacía muchos años que la cercanía a la ciudad y su siempre creciente demanda de alimentos las habían convertido en un espacio de cultivo por excelencia. Papas, boniatos, frijoles, yucas, malangas, tomates, ajíes, cebollas, lechugas, habichuelas, en fin, todo tipo de verduras y vegetales se producían en cantidades suficientes para alimentar el millón de bocas que vivía en la costa norte. También se cultivaba pasto para forrajes que sostenía una ganadería excelente y grandes granjas avícolas y porcinas las cuales producían toda la leche, los huevos y la carne de cerdo y de ave necesarias. Todo esto sin descuidar el cultivo de la caña de azúcar, que constituía la columna vertebral de la economía cubana. La propia cercanía a la capital facilitaba que el nivel agroindustrial y la eficiencia de esta producción fuera notablemente mayor que el de otras regiones del país, con la utilización de bombas y sistemas para riego artificial, maquinaria diversa, fertilizantes, fumigaciones para evitar plagas, tractores, etc. A diferencia de otras zonas del país, la propiedad de las tierras se encontraba bastante atomizada, es decir, predominaban las pequeñas fincas manejadas muchas veces por sus propios dueños, lo cual estimulaba la sana competencia de precios.

Frutas tropicales

De entre todas aquellas maravillas, la producción de frutas era la más famosa: mameyes, anones, guanábanas, aguacates, piñas, papayas, zapotes, mangos, plátanos, guayabas, melones, sandías, limones, mandarinas, granadas, naranjas, mamoncillos, en fin, toda la gama de las maravillosas frutas tropicales crecían con inusitado vigor en aquellas tierras, sólo comparables a las de El Caney en la zona oriental del país.

Y de pronto, cuando todo parecía ir viento en popa, la única plaga para la cual no existían insecticidas cayó como una maldición sobre aquellas tierras: el comunismo.

Campo baldío del Tapaste actual

La tan cacareada economía planificada es la antítesis de la eficiencia. El suponer que un burócrata desde su oficina citadina es capaz de evaluar todos los factores y sustituír la experiencia acumulada a través de los siglos y la ley de la oferta y la demanda para determinar qué sembrar, dónde, cuando, cómo y con qué, es una soberana estupidez, una de esas ideas contranatura que sólo se les ocurre a las estrechas mentes de los comunistas, empeñados en forzar que la realidad se amolde a sus doctrinas o a sus mentiras, y que la práctica se ha encargado de desacreditar completamente. Y por ello esas tierras, las mismas que en mi niñez eran el orgullo de sus dueños y el sostén alimentario de la capital de la República, hoy están llenas de marabú y son la vergüenza del desgobierno castrista. El propio Estado ha admitido que el 60% de las tierras estatales, requisadas hace 50 años a sus legítimos dueños con la excusa de hacer la Reforma Agraria, han terminado abandonadas e improductivas, teniéndose que importar el 80% de los alimentos. Y los tímidos esfuerzos recientes por reactivar tan importante sector dando en usufructo las tierras improductivas no han dado hasta ahora el resultado esperado porque el concepto y el respeto a la propiedad personal, que es la mismísima base de la sociedad, ha sido tan largamente apaleado, desacreditado y negado en la Cuba castrista, que todos desconfían de la seriedad de sus intenciones, y si alguno creyera en ellas, encontraría que no tiene dónde ni con qué comprar semillas, fertilizantes, maquinaria, plaguicidas, etc.

Toda esta historia viene a cuento porque a veces la vida te ofrece la oportunidad de venganzas raras. Yo, que comprendía el daño que la economía planificada le estaba haciendo a la producción agrícola de mi patria y que había sido expulsado de la Escuela de Física de la Universidad de La Habana por mis opiniones políticas, terminé ayudando a los comunistas a cavar su propia tumba, con su total anuencia y mi consiguiente regocijo.

Resultó que luego de verme completamente abandonado a mi suerte durante 1 año, sin poder trabajar, estudiar o irme del país, tuve que apelar a cierta amistad que ocupaba un alto cargo en el gobierno para que me ayudara a darle un final relativamente feliz a mi ordalía. Él consiguió que mi expulsión no fuera definitiva sino que se me ofreciera la posibilidad de «reeducarme» trabajando rudamente en una instalación de la propia universidad, con el encargo de vigilarme estrechamente y emitir informes periódicos sobre mi conducta para al final decidir si me permitían terminar la carrera. Y esa instalación fue el INCA (Instituto Nacional de Ciencias Agrícolas), que tenía su sede en una de las muchas fincas fruteras cerca del pueblecito de Tapaste, al sureste de La Habana.

Déjenme aclarar que el INCA no tenía nada que ver con la muy meritoria y justamente afamada etnia peruana, sino que más bien era un lugar medio abandonado, ocupado por agrónomos y personal universitario de medio pelo que en aquellas soledades se dedicaban con singular entusiasmo al más destacado deporte del cubano promedio: coger. Desde el principio noté que allí había -en lugar de un tranquilo ambiente de investigación científica y meditación, para decirlo en el sabroso caló cubano- una gran singazón. Pero bueno, dejemos los cuentos libidinosos para otra ocasión y sigamos con nuestra historia.

Se notaba que la hacienda original había sido un lugar bello, con una amplia casa rodeada de árboles de sombra y hasta con piscina, pero todo tenía un aire de abandono y suciedad que hacía pensar en mejores tiempos. Había, sin embargo, que justificar el sueldo. Y para ello se estaban construyendo unos barracones con techo de fibrocemento -lo que en Cuba le llaman «naves»- que iban a albergar laboratorios de investigación. Fue en ellos precisamente, que comencé mi carrera como peón de albañil, abriendo a pico y pala las zapatas para los cimientos.

Me levantaba todos los días a las 4:30 am, porque tenía que trasladarme en transporte público desde mi casa hasta cierto punto de la ciudad (cerca del antiguo colegio de Las Ursulinas de Marianao), donde nos recogía una guagüita de la universidad y nos llevaba a Tapaste. El viaje duraba aproximadamente 1 hora.

Luego de los primeros días, comencé a conocer gente y a orientarme. Mi jefe directo, el encargado de asignarme el trabajo y vigilarme, era un mulato cincuentón al que llamábamos por su apellido, Padrón. Aunque no me confiaba mucho de él, no parecía particularmente peligroso. Era de los comunistas de corazón, de los sacrificados. No así, sin embargo, era el secretario del núcleo del Partido, Valcárcel. Ése sí tenía un inconfundible aire de hijo de puta con más dobleces que un abanico japonés. Pero para su desgracia, también era bruto y por ello fácil de engañar y de adivinar lo que estaba pensando.

Como ninguno de los que estábamos allí castigados -los había de dos tipos: los castigados por problemas políticos es decir, por disidentes, y los castigados por afeminados, es decir, por maricones- sabíamos nada de construcción, también había una brigada de trabajadores de mantenimiento de la Universidad, que sí eran profesionales de la construcción, para garantizar que las naves no salieran torcidas.

Y de esa forma conocí a Castillo, el maestro albañil; a Molina, el carpintero; a Zayas, el plomero; y a Emilio -el Jabalí, así le decían porque era «jabao», o sea, mulato- el electricista, todos ellos magníficas personas y muy hábiles en sus oficios. Fue una suerte conocerlos, porque tiempo después fueron los que contraté para que me hicieran mi casa.

Al principio nos tratábamos con cierta desconfianza. Pero el tiempo es el mejor remedio para eso, y a medida que nos íbamos conociendo, mejoraba mi estatus en el grupo. De manera que comencé abriendo huecos para los cimientos de las naves -por cierto, la tierra era muy buena, el manto de humus tenía varios metros de profundidad, por algo esas tierras eran famosas por su feracidad- pero cuando ellos se dieron cuenta de que yo sabía de electricidad, terminé como ayudante del Jabalí, el electricista, cableando las naves. Y hasta Castillo, el maestro albañil, me dejó hacer una pared de citara en un lugar no muy visible para que si los ladrillos no me quedaban muy derechos no se notara tanto.

En nuestros ratos de descanso, una de nuestras travesuras preferidas era ir a robar mameyes. La finca estaba rodeada de árboles frutales de varios tipos, entre los que descollaba el mameyal, varias hectáreas sembradas de árboles de mamey. Los árboles de mamey son muy grandes y frondosos, y como nadie los recogía y estábamos en temporada, los mameyes caían desde lo alto por maduros. Algunos se rompían con el golpe, pero otros no, y esos eran los que recogíamos. Teníamos que hacerlo escondidos, porque los estúpidos dirigentes de aquello no querían que nadie se comiera los mameyes. Parece que como a ellos les daba hueva ir a buscarlos, no querían que nadie lo hiciera, preferían que se pudrieran. Así son de mezquinos los comunistas.

Y un buen día, llegó la orden: había que tumbar el mameyal para sembrar pangola. Así lo había determinado uno de los cerebrazos que se movían por allá arriba, en la cúpula del INCA. Eran los tiempos en que al Coma-Andante en su locura le había dado por la pangola, y había que complacerlo para congraciarse con él y jugar al experimentador agrícola. Cuando lo supe, no lo podía creer. Los árboles de mamey son gigantescos, y tardan unos 20 años desde que se siembra la semilla hasta que dan los primeros frutos. Era una verdadera lástima echar abajo esos colosos.

Arbol de mamey

Sin embargo, dice un refrán: «A enemigo en retirada, puente de plata». Yo sabía que aquello, además de ser un crimen ecológico, era una soberana estupidez desde el punto de vista económico: tirar al bote de la basura los años de lento crecimiento de los árboles para en el mejor de los casos, comenzar de nuevo desde cero. Era una especie de suicidio. Pero ellos mismos me lo estaban pidiendo así que ni modo, les dí por la vena del gusto.

Y un buen día como ya me tenían la suficiente confianza y el operador no apareció, terminé trepado en el bulldozer enfilando bien abajo con la cuchilla el tronco de aquellos preciosos árboles para arrancarlos de raíz. No es fácil hacerlo, los árboles son muy grandes, se aferran muy fuertemente al terreno y si no tienes cuidado existe la posibilidad de que te caigan encima, pero luego de algunos intentos le encontré la maña y tiré una buena cantidad de ellos.

Hoja del árbol de mamey

De manera que yo contribuí al hecho de que desde hace muchos años sea casi imposible comerse un mamey en La Habana. Pero lo hice para cumplir órdenes del Fifo. Así que no me vengan a hablar de bloqueos gringos ni nada por el estilo. El bloqueo lo tienen en la cabeza ellos mismos, los comunistas.

A propósito, ese tipo de estupidez se repitió en muchos lugares. Hubo un tiempo en que la prensa difundió la noticia de la creación de una brigada especial, la Brigada Invasora Che Guevara, que iría de oriente a occidente -como la invasión mambí, decían los babosos periodistas-, desmontando todos y cada uno de los montes vírgenes que encontraran, para dedicar esas tierras al cultivo. Las fotos mostraban grandes bulldozers arrastrando pesadas bolas de hierro que aplastaban todo a su paso, y otras herramientas por el estilo. Lo que lograron en realidad, fue deforestar la Isla, acabar con los bosques primitivos que quedaban. Y no sembraron nada, así que le estaban preparando el terreno al marabú. Esa es una de las razones por las cuales hoy en día tienen que comprar el 80% de los alimentos que se consumen en la Isla. Ellos destruyeron la agricultura. Por ejemplo, el volumen actual de la zafra azucarera es el mismo que había aproximadamente en 1850, cuando casi no había maquinaria y todo se hacía con bueyes. Adiós a los días en que Cuba era la azucarera del mundo y producía 8 millones de toneladas anuales. Ahora a duras penas llegan a 1.5 millones, y en esa mísera zafra gastan el triple que los demás países.

Pero prosigamos. De mi antigua actitud de no querer participar en nada, pasé a querer participar en todo. Y tanto fue así, que por meterme en cosas me metí en un grupo de aficionados. Pedro se llamaba el director, un oficinista del INCA que tocaba el piano bastante bien. Tariche, otro oficinista, la guitarra. Elizabeth, una negra preciosa con un cuerpazo de lujo (me recordaba a la Negrita Fuló de la famosa poesía que recita Luis Carbonell) -y de la cual me enamoré como sólo puede hacerlo un blanquito tataranieto de esclavistas-, cantaba y bailaba. Y yo, que tocaba la guitarra y hacía la voz de bajo. Y tanto entusiasmo le pusimos al  grupo, que terminamos participando en el FATU (Festival de Aficionados de los Trabajadores Universitarios), que se celebró en un pequeño teatro del cual no recuerdo su nombre pero sí que estaba bajando por L, al lado del cine Radiocentro (o Yara, para los que no sepan su antiguo nombre). Claro, las canciones que cantábamos tenían un fuerte componente político, para estar a tono con los tiempos y que te tomaran en cuenta. En aquel tiempo todo arte tenía que tener un objetivo de propaganda política. No recuerdo el título, pero sí la letra de una de ellas: «Ya son demasiados que la pasan mal, hemos dicho ¡basta! y echado a andar…«. Y para nuestra sorpresa no solamente participamos, sino que ganamos el festival. El premio consistía en una presentación por la televisión universitaria. Así que una tarde de ésas, salimos por el canal 4. Al otro día, la gente me felicitaba por la calle y varias amigas de mi mamá la llamaron para decirle que me habían visto por la televisión.

Y así, robando mameyes, tumbando árboles, abriendo zanjas, poniendo ladrillos, cableando naves y cantando por la televisión nacional, pasó el año del castigo. Al final hicieron un buen informe sobre mí: ya estaba «curado» de mi ataque de rebeldía juvenil y podía terminar mis estudios en la Escuela de Física. En realidad lo que había pasado era que había aprendido a engañarlos. No recuerdo haberme sentido en la Isla tan libre nunca antes ni nunca después que cuando estaba castigado. Así que me dispuse a regresar a la Escuela de Física. Pero una cosa piensa el borracho y otra el bodeguero. Los mismos que me habían botado continuaban ahí, y aunque no podían oponerse a mi reingreso porque ahora sabían que yo podía quejarme en un nivel muy superior al suyo, sí podían esgrimir razones docentes. Y eso hicieron, argumentaron que los planes docentes habían cambiado y en vez de hacer mi último examen, el que estaba haciendo cuando me llamaron para botarme, me hicieron repetir asignaturas que ya había cursado y en definitiva demoraron dos años más el fin de mi carrera, con la esperanza de que reprobara algo o me cansara de luchar y abandonara los estudios. Pero esos detalles los contaré en otro artículo.

Mamey colorado

Acerca de azayas48

Físico médico, programador de computadoras. Fan de Visual Basic y SQL. Cubano por nacimiento, mexicano por naturalización y por corazón.
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7 respuestas a Los mameyes de Tapaste

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  2. Ese último párrafo es una joya… «robando mameyes, tumbando árboles, abriendo zanjas, poniendo ladrillos, cableando naves y cantando por televisión nacional». Una prueba innegable que como dicen, si Kafka hubiera nacido en Cuba, sería simplemente un escritor costumbrista. Qué país más surrealista Dios mío. Yo estuve años de años sin probar el mamey hasta que llegué a México donde por suerte existe en abundancia… una de las primeras cosas que hice al llegar aquí fue tomarme un batido (licuado le dicen aquí) como de un litro… cómo lo disfruté!

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  5. l.s. dijo:

    Es lo que dicen, que si los comunistas gobernaran en el Sahara terminarían importando arena. ¡Qué cruz nos ha tocado vivir a los cubanos!

  6. jose dijo:

    asi mismo es.

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