Mi colegio

Escudo del Colegio de Belén, La Habana, Cuba

Si de repente me preguntaran en qué colegio estudiaste, me parece que respondería sin dudar con una palabra: Belén. Y no es que fuera el único, sino el que más profunda huella dejó en mí.

Mi educación comenzó en un kinder de barrio. No recuerdo el nombre, pero era un garaje adaptado, a dos cuadras de nuestra casa. Tenía el consabido piano vertical y las figuras de muñequitos que decoraban las paredes. Debe haber sido 1952, el año del golpe de estado de Batista, porque tengo un vago recuerdo de grullas paradas en una pata y de un botón de solapa con la figura de un jefe indio norteamericano con su gran penacho de plumas -los símbolos del batistato- (mis padres no eran batistianos pero esas figuritas inundaron La Habana en ese tiempo). La semana anterior a mi comienzo estuve muy embullado con las compras de los útiles escolares. Recuerdo especialmente un estuche metálico para el lunch. En la tapa tenía esmaltada la figura de Hopalong Cassidy sobre su caballo blanco parado en dos patas, dando su famoso grito: «¡Hi-yo Silver!». Adentro había espacio para un termo y un sandwich.

El día del comienzo de clases, llegué al kinder muy contento. Pero a medida que mi tata se alejaba, a mí se me descomponía la cara. Y cuando su silueta quedó tapada por un poste de luz, comencé a gritar y a llorar todo lo alto que podía -bastante, por cierto-. No hubo forma de que me calmara, por muchos mimos y cariños que me hicieron las maestras. Aquello terminó en que mi tata tuvo que regresar a buscarme y el jugo y el sandwich me lo comí -enjugándome las lágrimas- en la sala de mi casa.

Portada del libro Álgebra de Baldor

Luego me pusieron en un colegio más formal. Mi madre, siempre práctica, escogió uno bilingüe: Baldor (sí, creo que era del mismísimo Baldor, el de los libros de aritmética y álgebra que se usan todavía). Allí hice otro curso, que llamaban Pre-Primaria, y aprendí a leer mis primeras sílabas: «A-mo a ma-má», «La ra-ni-ta sal-ta»,  y cosas por el estilo. La mitad del tiempo las clases eran en español, y la otra mitad en inglés. Pero mi madre, con la intención de que yo adelantara en el inglés -el no hablarlo era una gran frustración para ella y no quería que a su hijo le pasara lo mismo- hizo los arreglos en la escuela para que durante el turno de inglés, a mí me trasladaran como oyente a un aula de primer grado. La profesora era una viejita gringa que parecía la bruja del cuento de Hansel y Gretel, muy bajita y con nariz ganchuda y voz de cotorra. No hablaba nada de español, sólo inglés.

Al principio yo estaba aterrorizado porque no entendía nada de lo que decían. Sudaba frío cuando me tocaba contestar algo, me parecía un abuso y una tortura. Luego en mi cerebro comenzaron a formarse las sinapsis que me permitieron comprender frases con cierto nivel de complejidad como por ejemplo: «Look, Kim, look» , o «Come, Mary, come». Pero el daño ya estaba hecho y el resultado neto de aquello fue que desarrollé un profundo sentimiento de rechazo al inglés y a los idiomas extranjeros en general. Rechazo que aún hoy -a los 62 años- no se me ha quitado. La vida y las circunstancias me han obligado a conocer los rudimentos de algunos, pero en el fondo no me siento a gusto hablando otra cosa que no sea español.

Luego, mi abuelo materno tomó cartas en el asunto y prácticamente obligó a mis padres a cambiarme de Baldor -muy bilingüe, pero laico, ¡habráse visto!- hacia el Colegio de Belén, el más exclusivo, católico y famoso colegio de Cuba -regenteado por la Compañia de Jesús- y donde estudiaba la flor y nata de la burguesía cubana de entonces. No había que reparar en gastos, él asumiría buena parte de ellos.

Volví a pasar por la experiencia de entusiasmarme disfrutando las compras de los útiles escolares. Pero esta vez la compra fue en grande: media docena de camisas y pantalones del uniforme del diario, cinturón con hebilla que mostraba el logotipo de la escuela, jacket también con logotipo en el hombro, trajes de gala de verano -de dril color blanco- y de invierno -de lana azul oscuro-, pullovers y shorts del uniforme para hacer deporte, maleta de piel verdadera color café, montones de libros, forros con el escudo de Belén, lápices, reglas… en fin, toda la parafernalia belemita, que me cautivó.

La primera impresión que tuve del colegio, fue su tamaño.

Colegio de Belén, La Habana, Cuba. Al fondo, a la izquierda, las naves de la Electromecánica. Los campos deportivos comenzaban al fondo a la derecha, pero no se ven completos en la foto. Matrícula en 1954: unos 1500 alumnos, desde primer grado a quinto de bachillerato.

Para mí, fue como haber llegado al Pentágono. Aquello recordaba el dibujo clásico que hacen casi todos los niños del Sol con sus rayos, sólo que éste era la mitad superior del Sol. Los rayos casi siempre coincidían con las «divisiones»: los jesuítas son un ejército y como tal organizaron el colegio. Había 6 divisiones, con sus brigadieres y demás. Yo comencé en la 6ta -le llamábamos «La Sexta»- que comprendía los grados primero, segundo y tercero. De cada uno había unos cuatro o cinco salones, de manera que se llamaban Primero-A, Primero-B, etc. En cada salón había unos 25 ó 30 alumnos, no más. Yo caí en Primero-C. La Primera División agrupaba los últimos años de bachillerato, de manera que los números de las divisiones disminuían a medida que tú ibas escalando grados. Aquello era tan grande, que en los 8 años que pasé allí no llegué a conocerlo completo.

Tenía una arquitectura sobria y sólida, que imponía respeto y recogimiento. Los pisos eran de granito con cenefas que sugerían los dibujos de los primeros cristianos o de mosaicos con figuras geométricas. Los arcos romanos con sus columnas dominaban los largos pasillos.

Patio de la Sexta División

Adentro había, además de las aulas -amplias, iluminadas y bien amuebladas-, todo tipo de instalaciones: museo de ciencias naturales, laboratorios de física y de química, biblioteca, cafetería, comedor, cocina, barbería, alberca techada, cancha de basquet de madera (le decíamos «el tabloncillo»), jardines, estatuas. Teníamos algo que ahora es relativamente común, pero en aquel tiempo era una rareza: laboratorio de idiomas, con cabinas insonorizadas y audífonos de alta fidelidad para apreciar en detalle el sonido de las palabras. El observatorio meteorológico no tenía nada que envidiarle al nacional, que estaba en Casablanca, al otro lado de la bahía. Los campos deportivos se extendían hasta colindar con los terrenos de Tropicana, el famosísimo cabaret del cual nos separaba una valla bien alta -como para impedir que el pecado saltara la cerca- y contenían varias canchas de futbol y varias de pelota, aparte de las de volleyball, basquet y campo y pista. El colegio contaba hasta con su propia planta de luz, con varios generadores gigantescos, para estar a salvo de apagones. El salón de actos era del tamaño de un cine o un teatro, con escenario y balcony. El patio de guaguas daba albergue a decenas de omnibus que nos llevaban y traían de nuestras casas.

La capilla era preciosa. Lo que más me llamaba la atención en ella, aparte de las dos hileras de columnas que parecían de mármol a ambos lados de la nave central y de la pintura sobre el altar mayor de la Virgen con el Niño recibiendo la adoración de unos personajes que sospecho estaban sólo en la imaginación del artista pero que me provocaban admiración, eran los techos, que no tenían nada que envidiarle a los de una catedral o un palacio renacentista.

Detalle de la pintura sobre el altar mayor y parte de los techos de la capilla del Colegio de Belén

Todos los días a las 12 en punto, asistíamos a misa. Nos habían enseñado el oficio en latín, y todos éramos monaguillos graduados, pertenecientes a la sociedad Opus Altaris: «In nómine Patris, et Filii, et Spíritu Sancti, Amen. Introito ad altare Dei» -decía el padre-, «Ad Deum qui laetificat iuventútem meam» -contestábamos nosotros-. Al principio la ceremonia me resultaba entretenida por el boato, pero pronto se convirtió en una tortura cotidiana. Por suerte, el profesor de canto coral me escogió para integrar como tiple el Coro de Belén, con lo cual pasé de permanecer casi inmóvil bajo la mirada inquisitorial de los profesores que cuidaban la disciplina junto a cada columna durante la misa, a la mucho más relajada atmósfera del coro.

Nunca olvidaré la ocasión en que Manuel Ochoa, el profesor del coro -un tipo joven que respiraba música, flaco y alto y con una nariz y una nuez de Adán que llamaban la atención, quien muchos años más tarde sería el fundador y director de la Orquesta Sinfónica de Miami- llegó a la misa… vamos, no borracho perdido, pero sí alegrón. Y para asombro y regocijo de todos nosotros los del coro, comenzó a tocar en el órgano, en plena misa, como si fuera un «spiritual» de los negros de Alabama, la melodía «Oh Susana»: «Oh Susana, no llores más por mí…«. Nunca he visto tan claramente una mirada de puñales como la que le envió el cura que estaba celebrando la misa. Inclinado hacia adelante y de frente al Sagrario, miraba por encima de su hombro izquierdo hacia el coro con cara de pocos amigos. Me imagino que a Ochoa no lo botaron porque de verdad era bueno, tenía una musicalidad que definitivamente no era común. Gracias a él supe desde niño el placer que produce un aplauso cerrado, el que nos obsequiaron nuestros padres luego de cantar una canción napolitana: «Funiculí funiculá», en el Salón de Actos de la escuela durante un fin de curso. Modestia aparte, cantamos tan bien que yo mismo me asombré. Parecíamos un coro profesional.

Otra de mis experiencias inolvidables ocurrió con el Hermano Arrieta (los «hermanos» eran personas que por lo general eran de extracción humilde y no se habían ordenado como sacerdotes por lo que no podían celebrar misa, pero por lo demás estaban dedicados al servicio religioso). Estábamos haciendo un examen. La noche anterior yo había estado estudiando y había preparado un resumen escrito. Por descuido, metí el resumen en la cartuchera de lápices y olvidé sacarlo de allí antes del examen. Y sucedió lo que tenía que suceder: el Hermano Arrieta, que era el Prefecto de la Sexta -o sea, el reponsable de la disciplina y el orden-, pasaba como un halcón entre las hileras de pupitres, cuando llegó a mi lado. Sin decir una palabra, abrió mi cartuchera y extrajo de ella el desdichado «acordeón». Y allí mismo se formó el zafarrancho. Yo le decía que no estaba copiando, que aquello se me había quedado inadvertidamente en la cartuchera, pero que como él podía ver, estaba cerrada y que yo ni me acordaba que aquello estaba allí -lo cual, por cierto, era la verdad-. El insistía en que yo estaba copiando.

Las cosas llegaron a un extremo grotesco. Hubo un instante en que yo, con total ingenuidad, le pregunté que por qué no me creía si yo le estaba diciendo la verdad, que si él pensaba que yo me iba a arriesgar a decir mentiras a costa de condenarme (una idea con la que constantemente nos bombardeaban en las clases de Religión y las de Moral y Cívica).

De repente, caí en cuenta de que en el alma del Hermano Arrieta, había más maldad que en la mía. Y entonces, se invirtieron los papeles. De avergonzado, pasé a avergonzador. Nos miramos a los ojos y podría jurar que él también se dió cuenta de lo que yo pensaba, con lo cual su furia fue peor, al verse desenmascarado por un vejigo como yo.

En resumen, y para no hacer muy largo este cuento, terminé con un papelito amarillo entre las manos. Así le decían a un castigo que consistía en que escribían en una especie de boleta de multa, tu nombre, tu grado, y las horas de sanción a las que te habías hecho acreedor. A la hora de salida, cuando todo el mundo se iba a las guaguas, aquellos con papelitos amarillos tenían que ingresar en un gran salón con un pizarrón lleno de problemas matemáticos y tareas de todo tipo. Según las horas de castigo, tenías que resolver todas las tareas hasta que llegaras al límite que te señalaba tu tiempo. Si no terminabas con las tareas asignadas, tenías que quedarte aunque estuvieras pasado de tiempo. Así que no podías estar haciéndote el remolón, si querías salir antes de que cayera la noche.

Aquello tenía una consecuencia adicional, y era que como perdías la guagua, tus padres tenían que venirte a buscar al colegio, con lo cual no cabía la posibilidad de que no se enteraran de que tú habías sido castigado. Y que ni se te ocurriera hacerte el bobo y no acudir al salón de castigo, porque si lo hacías el profesor responsable -que tenía todos los talones de las multas- se enteraba inmediatamente de que no habías cumplido y al otro día sencillamente no te dejaban entrar a clases hasta que vinieran tus padres.

Pero no siempre los castigos eran injustificados, ni tenían un carácter tan inquisitorial o rebuscado como el descrito. A veces eran mucho más… directos. Por ejemplo, recuerdo una tarde en que en nuestra guagua hubo un gran revuelo. No hay que olvidar que en el colegio había muchos hijos de banqueros y personajones importantes, que estaban acostumbrados a hacer lo que les daba la gana en sus casas y que pensaban que sus papitos los iban a salvar de cualquier castigo, basados en su poder y su dinero. Esa tarde uno de ellos tuvo la desfachatez -luego de que el Hermano que cuidaba la disciplina en la guagua lo reprendió por escandalizar-, de quitarse la camisa y tirársela a la cara. No recuerdo el nombre del Hermano, pero sí que era un canario de ojos claros, pequeño pero fuerte como un toro, y con unas muñecas de labrador, descomunalmente gruesas. Aquel hombre se quitó la camisa de la cara, se arremangó con calma la sotana, lo midió bien, y le asentó de lleno un piñazo en pleno rostro. El revoltoso cayó cuan largo era en el pasillo de la guagua, lloró un poco, se puso la camisa, y se calló. A partir de ahí, en aquella guagua sólo se oyó el ronroneo del motor. Remedio santo.

«¿Quién nos ha creado? Nos ha creado Dios. ¿Quién es Dios? Dios es un Ser Perfectísimo, creador y señor del Cielo y de la Tierra«. Así comenzaba el Catecismo, que era una de las principales asignaturas, junto con la Matemática y el Lenguaje. Había que sabérselo al dedillo, con puntos y comas. Nada de interpretaciones, aquello era La Verdad, y no había lugar para opiniones. Punto. O lo creías así tal cual, o te condenabas. El Creacionismo forma parte de lo que se llama el Dogma de la Fe -que es como decir el Desprecio de la Razón-.

Siempre me ha llamado la atención cómo pueden compaginarse en una misma cabeza cosas como ésa, y la Ciencia. Porque no hay dudas que muchos de los grandes descubrimientos científicos fueron realizados por religiosos: matemáticos, astrónomos, biólogos. Copérnico y Mendel son sólo dos ejemplos. Pero la Ciencia es antidogmática por excelencia. Para la Ciencia, el único y último juez, es el experimento. Y no es que la Ciencia niegue de plano la existencia de un Dios Supremo, pero sí pone en evidente ridículo la sarta de estupideces en que nos querían hacían creer. Pero así es el Hombre, y yo no lo voy a cambiar.

De manera que mi abuelito -a quien mucho quiero y a quien le dedicaré un próximo artículo– sin proponérselo me sacó de Guatemala -la tortura del inglés- para meterme en Guatapeor -la tortura del dogma religioso a ultranza-.

Y sin embargo, no puedo decir que no siento nostalgia por aquellos tiempos y aquel colegio. Porque a pesar de sufrir el ostracismo sexual de estar rodeado sólo de varones y de una férrea disciplina que te hacía caminar en fila por los pasillos, en silencio y mirando al piso, aún recuerdo con cariño hasta la cara del empleado que me vendía en la cafetería los panes con catsup (10 centavos) y los capitolios (un merengue en forma de torre puntiaguda, recubierto por una capa de chocolate), entre los empujones de los otros chicos, porque la cafetería era el único lugar en donde se podía ser como uno era, regado, gritón y revoltoso.

Y debo confesar que aún conservo con orgullo -en un cuadro especial que me mandó a hacer Iliana, mi esposa- algunas de las medallas que gané en aquellas lides: una de Baldor, dos Excelencias de Belén (que equivalen a un primer puesto, porque sólo daban una por clase y por curso) y hasta una de lo que menos podría esperarse: inglés. ¡Qué horror!

Medallas de Baldor y Belén

Nada, debe ser una variante del Síndrome de Estocolmo.

Acerca de azayas48

Físico médico, programador de computadoras. Fan de Visual Basic y SQL. Cubano por nacimiento, mexicano por naturalización y por corazón.
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11 respuestas a Mi colegio

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  4. Orlando Lopez dijo:

    Ultimo ano en Belen fue Agosto 1960, ingreso con el Hermano Cuadrado. Llegamos a miami en Agosto 1960. Tuve al Hermano Arrieta en 2nd grado y al Hermano Feliz en primero. Me recuerda con alegria leer estas cosas y entender mas lo que vivi

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  8. Sofia Ochoa dijo:

    De casualidad di con esta pagina con anecdotas muy simpaticas, entre otras la de mi esposo Manuel Ochoa. Quien escribe?
    Solo una observacion, el Colegio Baldor no era bilingue. alli me gradue de Bachillerato, era un colegio magnifico, considerado de los mejores en la Habana, pero precisamente no se destacaba por la ensenanza del ingles. El Dr. Aurelio Baldor director del colegio y autor de los libros de matematica y excelente maestro.

    • azayas48 dijo:

      Hola, Sofía. Mucho gusto en conocerte. Mi nombre es Alfredo David Zayas Cañedo. Conocí a Ochoa cuando tenía unos 6 años y ahora tengo 67. Pero me acuerdo muy bien de aquellos tiempos, muy linda época. Saludos!

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