La IV Recogida de Café
A los pocos meses de iniciar el curso 1964-65 se recibieron noticias excitantes: participaríamos en la Cuarta Recogida de Café. Ya se había hecho costumbre que el gobierno organizara grandes campañas agrícolas a las cuales movilizaba «voluntarios» que de manera gratuita realizaban tareas en el campo. Las principales cosechas cubanas eran las del azúcar, el café y el tabaco, y a todas ellas movilizaban personal. Realmente casi ninguno de los movilizados tenía experiencia en esa clase de labores y por ello muchas veces el costo de lo producido no cubría en valor de lo gastado, pero eran los momentos de la euforia revolucionaria y los problemas de eficiencia y contabilidad eran mirados con cierto desprecio. Lo realmente importante no era lo que produjéramos sino el participar, por el «valor formativo» que esto tenía.
No puedo dejar pasar la ocasión sin decir que al cabo de 50 años, los resultados de anteponer las consideraciones políticas a las económicas son evidentes: el volumen de la zafra azucarera se ha retraído a los valores aproximados de 1850, algo parecido sucede con el café y el tabaco, Cuba importa el 80% de sus escasos y racionados alimentos porque no es capaz de producirlos, y la economía cubana ya no es la tercera o cuarta del continente sino que ahora se nos compara con Haití y depende en gran parte del dinero que mandan los cubanos del exilio a sus familiares en la Isla.
Sin embargo para nosotros aquella movilización era toda una aventura. De manera que una tarde abordamos las guaguas que nos llevarían a nuestro destino, en las estribaciones de la Sierra Cristal, al norte de la provincia de Oriente, a casi mil kilómetros de La Habana. Aquellos ómnibus me resultaban familiares, porque eran los mismos que transportaban a los alumnos de las escuelas privadas antes de la revolución. Eran transportes más bien viejitos y servían para un recorrido corto, pero no estaban diseñados para el largo viaje que nos esperaba.
El viaje de ida
El viaje en aquellos asientos ortopédicos duró aproximadamente 12 agotadoras horas, durante las cuales intentamos todas las formas posibles de dormir. Los más avispados se adueñaron desde el principio del poco espacio libre tirándose en el pasillo central y usando sus mochilas como almohadas, pero la mayoría tuvimos que conformarnos con hacerlo sentados. Hicimos breves escalas en Santa Clara y en Holguín para estirar las piernas, ir al baño y comer de unas «cajitas» que contenían arroz congrí y yuca.
El trayecto en guagua terminó en Sagua de Tánamo, en donde abordamos unos camiones del ejército dotados de una cama plana con barandas. En un par de camiones cargamos nuestras maletas y en los otros -unos quince o veinte- nos montamos nosotros. Allí comenzó la parte verdaderamente agotadora del viaje. Ya ni siquiera teníamos dónde sentarnos, debíamos permanecer de pie agarrados a las barandas mientras los camiones avanzaban por el terraplén y nos zarandeaban de lo lindo. La primera escala fue en Naranjo Agrio, una pequeña población rural. Nadie sabía a ciencia cierta adónde iríamos a parar, y los camiones estuvieron detenidos allí demasiado tiempo, supongo que por pura desorganización.
El Profesor Doctor
Algunos padres de alumnos habían hecho el viaje con nosotros para acompañar a sus hijos. Entre ellos, se encontraba un pintoresco personaje que mucho tiempo después el destino quiso que se convirtiera en mi primer jefe en el Hospital Oncológico, pero en ese momento era un perfecto desconocido para mí. Luego supe que su nombre era Jorge Gavilondo, decía que era médico, se hacía llamar «Profesor Doctor» y su parecido con Carlos Rafael Rodríguez (un antiguo comunista miembro del PSP y ex-ministro de Batista en su primer gobierno 1940-44 que terminó plegándose al mando del Fifo y por ello fue perdonado y encumbrado a la categoría de dirigente de la revolución) era demasiado evidente como para no sospechar que lo hacía a propósito, es decir, que trataba de explotar un cierto parecido natural acrecentándolo al dejarse la barba de chivito y vestirse de miliciano. Nada, mañas de viejo exhibicionista, pero el cuento de mi estancia en el Oncológico no pertenece a este artículo, sino a uno que escribiré en el futuro.
El caso es que ya llevábamos allí en Naranjo Agrio un par de horas, nos moríamos de cansancio y aquel convoy no se movía para ningún lado. De pronto, oímos una voz a todo pulmón que decía: ¿Qué coño estamos esperando aquí? ¡Vámonos ya, cojones!. Era Gavilondo, el Profesor Doctor, que había terminado por explotar y estaba vomitando insultos a todo el que se le ponía delante.
Ya bien sea por ello -porque los choferes no estaban seguros de si realmente se trataba de Carlos Rafael y aquella demora podría tener consecuencias carcelarias- o porque casualmente en aquel momento llegó la orden de partir, el caso fue que en cuestión de segundos todos los motores de los camiones comenzaron a ronronear y en pocos minutos estábamos otra vez en camino (¡Gracias, Profesor Doctor!).
El Sopo
Podría decirse que a medida que el viaje se acercaba a su destino final, la naturaleza se mostraba más exuberante. El camino de Naranjo Agrio a El Sopo consistía en un escarpado terraplén de montaña. Recuerdo un tramo especialmente peligroso con una curva en plena subida, tan peligrosa, que tuvimos que bajarnos de los camiones y recorrerla a pie para evitar matarnos si alguno de los camiones se resbalaba al precipicio. Por suerte esos camiones del ejército tenían un mecanismo para controlar la presión de los neumáticos desde la cabina. Al reducirla, aumentaba el área de apoyo de las ruedas y mejoraba su agarre al terreno.
Cuando habíamos subido lo suficiente, la vegetación de montaña me deslumbró con su esplendor. A pesar de estar a una altura considerable, los altos árboles producían la sombra suficiente para que en el piso existiera una humedad y una temperatura muy agradable. Yo nunca había visto helechos arborescentes con hojas de un metro de longitud y tronco mucho más alto que una persona.
Al cabo de una buena hora de subida, los camiones llegaron a lo que parecía un pequeño claro en la montaña. Lo único que se veía era una Tienda del Pueblo (o sea, una pequeña choza que hacía las veces de bodega de distribución de alimentos), un secadero de café, una despulpadora y algunos bohíos dispuestos aleatoriamente. Era el cuartón de El Sopo, nuestro destino final.
La finca cafetalera de Vicente, el haitiano
Bueno, corrijo, el destino final de los camiones, porque nosotros tuvimos que seguir subiendo a pie otra hora por empinados senderos de montaña, siguiendo un arria de mulos, hasta llegar a a la finca cafetalera de Vicente, el haitiano.
En la zona oriental de Cuba -separada de Haití sólo por un peligroso canal de nombre Paso de los Vientos- existe una buena cantidad de campesinos negros de origen haitiano que han llegado a Cuba a lo largo de los siglos, huyendo de la miseria y las guerras en su país. La mayoría se han establecido en las montañas de Oriente, al punto de que en ciertas zonas se habla un dialecto del francés conocido como «patuá» (patois, en francés).
Vicente pertenecía a esa etnia, y su español era casi ininteligible. Por suerte su hijo, Valeriano, de unos 20 años, sí hablaba español con soltura y era nuestro vínculo con el dueño.
La colada de café
En realidad Vicente, su esposa y Valeriano su hijo, eran buenas personas. Y a pesar de ser dueños de la finca cafetalera, sus condiciones de vida eran bastante precarias. Sin embargo, había una cosa de la que no carecían: café. Siempre recordaré que como gesto de bienvenida nos agasajaron con una colada expresamente elaborada para nosotros.
Y para decirlo sin rodeos, nunca en mi vida he vuelto a probar un café más concentrado. Era casi tinta, de puro espeso. Aún para los estándares cubanos, en donde la palabra «café» significa por default lo que para el resto del mundo es «café express», aquello era muy, muy fuerte. De más está decir que sentimos inmediatamente como aquello nos quitó el cansancio y nos mantuvo en estado de alerta el resto del día.
A partir de ahí, cada vez que podíamos nos dejábamos caer por la casa de Vicente, a ver si teníamos la suerte de que nos invitaran a tomar el sabrosísimo néctar negro de los dioses blancos.
El albergue
Nos alojaron en un bohío rectangular, en uno de cuyos extremos había una división de yaguas que separaba una especie de habitación ocupada por un haitiano viejo que nos daba miedo porque practicaba el vudú o al menos eso creímos nosotros, por los rezos con velas y ceremonias moviendo machetes que le escuchábamos a través de la delgada pared. El resto formaba un espacio bastante reducido en el que dispusimos las hamacas formando una inextricable selva de sogas sin orden ni concierto, de manera que al acostarnos todos terminábamos oliéndole los pies al vecino.
El V-15
En toda aquella zona no había luz eléctrica, ni teléfono, ni agua corriente, ni por supuesto alcantarillado. La cocina era un fogón de leña en uno de los extremos del colgadizo que hacía las veces de portal de nuestra choza. Por no haber, no había ni baño. Ni siquiera un excusado. Y eso fue motivo para que los responsables sanitarios que hicieron el viaje con nosotros le exigieran a Vicente hacerlo so pena de retirarle el personal, o sea, nosotros.
De manera que en un santiamén Vicente hizo uno consistente en un hueco en la tierra delante de nuestra choza y sobre él atravesó un tronco a manera de tablón, que tenía un orificio en el centro. Clavó cuatro estacas alrededor del hueco para poner las paredes. Por tres de los lados puso yaguas y en el último puso un saco de café para que hiciera de puerta. La casualidad quiso que el saco tuviera pintado en color blanco un gran V-15, me imagino que para declarar que aquel saco era el número 15 de la cosecha de Vicente. Y eso fue suficiente. De ahí en adelante y haciendo gala del ambiente de buen humor que reinaba entre nosotros, nadie se referiría a aquel engendro como el excusado sino como el V-15.
De aquello a un inodoro turco era como del día a la noche. Por un lado, debías hacer equilibrio sobre el tronco, que por cierto podía rodar porque las puntas no asentaban bien sobre el terreno. Por otro, debías apuntarle al orificio central para no dejar tu impronta en el mismo, cosa que pasaba con frecuencia. Y por último, podías entretenerte viendo moverse a los gusanos en el fondo y disfrutando los aromas que de allí escapaban.
En definitiva, que yo no usaba el V-15 sino que prefería ir al monte y hacer del baño agarrado a alguna mata de café para no resbalar por la pendiente.
El agua
El agua teníamos que ir a recogerla a un arroyo distante unos 200 metros cañada abajo. Lo malo no era bajar, sino subir con los dos cubos bamboleantes en los extremos de una vara mientras resbalábamos en un fango tan fino que le decían «jaboncillo«.
En ese mismo arroyo nos bañábamos -las pocas veces que lo hacíamos- con jarrito porque no tenía profundidad suficiente como para meterse entero -era apenas un hilo de agua-, mientras el viento frío nos helaba las carnes. Era el mismo sitio donde recogíamos el agua, y donde bañaban a los caballos y las mulas.
La leña
La leña para cocinar teníamos que ir a cortarla al monte nosotros mismos. En una ocasión cortamos un árbol bastante grande que al caer, comenzó a rodar pendiente abajo. Lo malo es que estábamos justo por encima de nuestra choza y cuando vinimos a darnos cuenta ya no podíamos hacer nada para detenerlo. Se detuvo por casualidad a escasos metros del albergue, es decir, por poco acaba con él.
La comida
La comida era otro de los problemas. Nuestra brigada estaba compuesta por unas quince personas, y nosotros mismos teníamos que prepararnos de comer. De manera que dos de nosotros nos turnábamos un día sí y otro no, para hacer de cocineros mientras el resto recogía café desde el amanecer hasta la media tarde. Prácticamente lo único que había era café, harina, manteca, arroz, leche en polvo rusa, sal, azúcar, unas laticas de carne de pato china, y lo que pudiéramos recoger del monte, es decir, plátanos y algunas frutas. El cocinero tenía que levantarse más temprano que el resto para encender la leña y preparar el desayuno consistente en café, un atole hecho con la leche en polvo rusa disuelta en agua y… nada más.
Mientras la brigada se trasladaba a los cafetales para emprender la labor del día, el cocinero se quedaba preparando lo que terminamos llamando «tortas de ná«, consistentes en un engrudo de harina, azúcar y agua, con el que hacía una especie de hot cakes gruesos que devorábamos a media mañana en los propios cafetales porque no bajábamos al albergue hasta las 3 de la tarde, ya para comer y realizar algunas labores como ir por leña, agua, asearnos, etc.
Luego de contabilizar la cosecha de café del día, bajábamos como leones hambrientos. La comida consistía por lo general en arroz blanco empelotonado (por su mala calidad y porque no tenía suficiente grasa), una latica de carne de pato chino (que llamábamos en broma «carne de pito«) del tamaño de una lata normal de atún repartida entre los 15 de manera que con suerte sólo te tocaba un pequeño bocado, y fongo. El fongo es plátano verde hervido, y gracias a que Valeriano casi siempre nos suministraba un racimo, era de lo único que podíamos llenarnos la barriga. Aunque por allí no había platanales, siempre había matas de plátano silvestres y Valeriano tenía la habilidad de encontrarlas. Lo malo es que el fongo estriñe, así que ya se imaginarán sus efectos en la mayoría de nosotros a la hora de visitar el V-15 o su equivalente…
«Jejeje, me parece que hoy no hay comida…»
Un día terminamos la jornada y bajamos al albergue como siempre, mordiendo el aire de pura hambre. Naito se había quedado de cocinero. Su responsabilidad era tenernos preparado el almuerzo-comida. Pero nos recibió con un «Ja, ja, ja, me parece que hoy no van a poder comer«. ¿Pero qué pasó, cómo que no hay comida? -le preguntamos pensando que era un chiste. «Es que me equivoqué y en vez de aceite, le eché luz brillante al arroz, je, je, je…» -nos dijo con su calma nipona. Tuvo que correr por todo el batey para evitar que lo zurráramos…
Aunque la mayoría no comimos arroz ese día, hubo quien se arriesgó y luego de someterlo a un complejo proceso de limpieza con agua caliente, terminó deglutiéndose aquello a riesgo de envenenarse.
La lata de spam
Una tarde al regresar del trabajo, alguien se quejó de que le habían robado su lata de spam (no era frecuente, pero a veces algunos padres lograban enviar un paquete con algo de comida). La cosa resultaba extraña porque en general nos llevábamos bien y no había ladrones entre nosotros. Cuando la cosa comenzaba a ponerse seria, pasó uno de los cochinos de Vicente con la lata en el hocico. Los marranos son muy inteligentes y era evidente que había entrado al albergue y se las había arreglado para estirarse y llegar hasta el lugar donde estaba la lata a medio comer. Allí mismo comenzó la cacería de aquel animalito, que chillaba y huía como si fuera Nochebuena y lo fueran a acuchillar. Por fin lo agarramos y le quitamos la lata. Y siempre hubo quien se comió las sobras de spam baboseado que había dejado el puerco en el fondo de la lata.
¡Esta carrera es mía!
Recoger café no es algo muy sencillo. En primer lugar, el terreno casi siempre está muy inclinado y al estar húmedo es fangoso y resbala bastante. Muchas veces tienes que apuntalarte cuidadosamente en el tronco de la planta de abajo para cosechar la de más arriba en la pendiente. Además, tienes que escoger los granos maduros uno a uno y dejar los verdes para una segunda o tercera «pasada» para no dañar la planta, estirándote lo más posible para llegar a las ramas más altas. Y las cosas se complican por el «morral», una bolsa de saco que llevas amarrada a la cintura para echar los granos a medida que los vas cosechando y que llega a pesar bastante y te saca de balance. Cuando llenas tu morral, bajas al sendero y vacías los granos en unas latas que sirven para medir tu producción, y luego los pasas a sacos más grandes, que al final de la jornada deben ser trasladados al batey para el despulpado y secado.
Las plantas de café estaban sembradas en surcos que llamábamos «carreras«. Supongo que por las condiciones del terreno, había carreras más cargadas de grano que otras. Por supuesto que cada uno de nosotros quería recoger las carreras que más café tenían para llegar más rápido a la meta del día. Por eso todas las mañanas, al llegar al cafetal, buscábamos la mejor carrera que no tuviera dueño aún y declarábamos a voz en cuello para reservarla: «¡Esta carrera es mía!«.
Una mañana en que Naito nos acompañó a recoger café, vio lo que consideró era una mata de café gigantesca y declaró a pleno pulmón, muy contento con su hallazgo: «¡Esta es la mía!». Cuando miramos para ver lo que estaba señalando no lo podíamos creer: había señalado una mata de… ¡aguacates!. Por supuesto que estuvimos haciendo chistes sobre el caso toda la mañana.
David, el fantasma y el burro.
David era el autosuficiente del grupo. El siempre era el que sabía más de cualquier cosa. Si conversábamos de pelota, él tenía un tío que había jugado en las Grandes Ligas. Si hablábamos de aviones, él tenía un primo que era piloto de Mig. Si de ajedrez, él conocía a un Gran Maestro. Si de guerra, él había disparado con una «cuatrobocas». En fin, que era insoportable, al punto de que medio en broma medio en serio, le llamábamos «El-más- mejor«, o a veces «Chorroeplomo«.
Una tarde, casi al caer la noche, le tocó ir a buscar agua al arroyo. Mientras bajaba, un grupo de nosotros con Gavilondito y el Misu a la cabeza, decidimos jugarle una broma. Resulta que en un pequeño claro del bosque en el camino de regreso había un árbol gigantesco con un tronco hueco, de manera que dentro de él cabía perfectamente una persona. Aunque era una formación natural, se asemejaba a una de esas urnas que se utilizan para exponer a los santos. Dentro, se colocó el Misu tapado con una sábana blanca. Entre la sábana y su estómago había una buena distancia, porque el tronco lo permitía y él abrió los brazos en arco y los separó de su cuerpo. Abajo, en las raíces del árbol, colocamos una vela.
Esperamos a sentir que David ya venía de regreso con los dos cubos de agua, para encender la vela y escondernos en la maleza. Ya era noche cerrada y venía cantando, probablemente para espantar el miedo. Cuando vio el supuesto fantasma, se calló y se paró en seco. Tartamudeando, sacó un cuchillito que llevaba y amagó la sábana a nivel del estómago. Pero como había una buena distancia entre la sábana y el Misu, parecía que la sábana flotaba en el aire. De pronto, soltó el cuchillo y los cubos, y echó a correr hacia el albergue gritando a todo pulmón: ¡Aaaaayyyyyy…!.
Nosotros nos revolcábamos de la risa. Por supuesto que el resto de la noche hasta que nos acostamos a dormir, David fue objeto de todas las burlas imaginables.
Sin embargo, a poco de acostarnos, los sorprendidos fuimos nosotros. David nos despertó diciendo: ¡Oigan, ayúdenme, me estoy hinchando, ya casi no me puedo mover! Cuando encendimos la chismosa casi no podíamos creer lo que estábamos viendo: David estaba inflamado de todo su cuerpo, brazos y piernas eran como si fueran un globo inflado, y tenía los labios blancos como si se los hubiera pintado con maquillaje. A esa hora hubo que ir a despertar a Valeriano para que nos prestara un burro en el cual montamos al susodicho -porque realmente no podía caminar de la hichazón- para llevarlo al puesto médico, a varios kilómetros de distancia. Me imagino que el terror hizo que su hígado echara un gran chisguetazo de adrenalina al torrente sanguíneo, y la bioquímica hizo el resto. Yo nunca había sido testigo de los extremos a los que puede llevar el miedo.
La mejor consecuencia de aquel episodio fue que -al menos durante unos días, hasta que nos aburrimos de burlarnos de él- su autosuficiencia estuvo de capa caída.
La realidad
Sin embargo, a pesar del ambiente exterior festivo y chistoso que aparentemente nos envolvía a todos, yo no me sentía a gusto.
Entre nosotros había quien era más hábil en la supervivencia bajo aquellas condiciones y quien lo era menos. Por ejemplo, el Misu y Narciso eran lo que pudiera considerarse veteranos o viejos lobos en aquellos menesteres. Habían alfabetizado y venían de planes de becas anteriores, por lo cual era de esperar que estuvieran acostumbrados a pasar trabajos y de hecho se movían en aquel lugar como peces en el agua. Por otro lado estábamos los que por primera vez nos enfrentábamos a un ambiente tan hostil.
Mi psiquis se debatía entre el deseo de salir de allí a toda costa y la vergüenza de «rajarme» que era el término que usaba el gobierno para referirse a los que renunciaban participar en alguno de sus planes y que -como tantas otras palabritas de la neolengua castrista que se fueron haciendo comunes- conllevaba la intención perversa de humillar y la aceptación por parte del rajado de ser alguien débil o «blandengue«. Además, sabía que si lo hacía perdería la beca y la posibilidad de recibir una mejor educación que en las prepas de la calle, pero mi ingenuo entusiasmo inicial por participar en aquella aventura se desinfló rápidamente al constatar las duras condiciones de vida. Pensaba que yo no tenía porqué pasar trabajos para complacer los deseos de unos líderes que se ocupaban tan poco de mi bienestar.
Sin embargo, ya bien sea por los teques de Narciso que comparaba nuestras condiciones con las que habían sufrido los guerrilleros en esos mismos lugares cuando eran hostigados por el ejército de Batista y nos instaba a emularlos, por el instinto natural de respetar el espíritu de grupo y camaradería entre nosotros, por no perder la beca, o sencillamente porque no sabía cómo salir de allí por mi cuenta, me quedé en la brigada.
El regreso
Lentamente, transcurrieron los dos meses que permanecimos allí. Y para decirlo de una forma elegante, la higiene no figuraba entre nuestras prioridades. Poco a poco, nuestra ropa fue percudiéndose con la tierra del lugar. Llegó un momento en donde los más ocurrentes establecieron unos estándares de suciedad a los cuales se llegaba luego de mantener tu ropa semanas enteras sin ver el jabón. El estándar para el pantalón se llamaba «cojón de oso» y para la camisa «mono cuqueao«. De más está decir que muchos de nosotros obtuvimos tan importantes galardones para varias de nuestras prendas.
Sin embargo, a medida que se acercaba la fecha de regresar, aumentaba nuestro entusiasmo. En los últimos días, todos nos dedicamos a acicalarnos lo mejor posible. Lavamos toda la ropa, nos bañamos, nos peinamos, etc.
El viaje de regreso a La Habana lo hicimos en tren. Los camiones del ejército nos llevaron de El Sopo hasta Cueto (población oriental con un nudo ferrocarrilero de cierta importancia), y allí nos subimos a unos vagones de carga (yo me acordé mucho de las escenas de los traslados de judíos hacia los campos de concentración que había visto en algunas películas sobre los nazis), pero la alegría por regresar a nuestros hogares hacía que cualquier maltrato final resultara descartable.
El reencuentro
Por fin, luego de un lento viaje, llegamos a la Estación Terminal de Trenes de La Habana. Nunca olvidaré la escena: por un lado nosotros, desbordantes de alegría y entusiasmo bajándonos del tren, y por el otro la bola de padres, esperándonos. Los dos grupos comenzamos a caminar uno al encuentro del otro. Cada uno se esforzaba por encontrar a su familiar en aquella masa. Por fin, divisé a mis padres y avancé hacia ellos. Se notaba que me buscaban con la mirada. Comencé a mover los brazos en lo alto para llamar su atención, pero no me veían.
Por fin, estuvimos a unos pasos unos de otros. Llegamos frente a frente… ¡y nos cruzamos!. No entendía porqué no me habían visto, si ya estábamos juntos. Les hablé, y mi voz sí fue reconocida por ellos. Entonces dijeron los dos al mismo tiempo, poniendo cara de sorpresa: ¡No…! ¿Pero Alfredito, eres tú, qué te pasó?.
¿Cómo que qué me pasó? ¡Que ya llegué, que estoy aquí! ¿Qué, no se dan cuenta, no me reconocen? -les respondí. Y entonces caí en cuenta de que nuestro esfuerzo por acicalarnos lo mejor posible para la gran ocasión del reencuentro, no había dado muy buen resultado. Seguíamos teniendo aspecto de Hombres de Cromagnon.
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Addendum (Diciembre 18, 2017)
Luego de años de estar publicado este artículo sin imágenes reales de aquella aventura, hoy tuve la suerte de que Naito me envió una liga hacia un sitio de Gavilondito (que hoy se dedica profesionalmente a la fotografía) en donde aparecen fotos de aquellos días. Creo que las fotos las hizo su papá o su mamá. Me alegró tanto reconocer y ver de nuevo aquellos lugares, que decidí añadir las fotos explicando cada una hasta donde la memoria me alcanza.
Muy buena crónica Alfredo, me gustó mucho, te felicito. A nosotros nos tocó la recogida de café en 1963 cuando el ciclón Flora, yo no participé porque el 18 de julio me habían estirpado las amigdalas en el Cira García, que entonces atendía a los becados. Según me contaron mis compañeros aquello fue terrible.
Hace falta que más compañeros de estudios se animen a contar sus vivencias, para dejar parte de la historia de ese otro experimento inconcluso que fue el IPUE Raúl Cepero Bonilla. Porque aunque muchos traten de comparar el Bonilla con la Lenin, creo que fueron cosas muy distintas y la preparación nuestra más completa y sin hijos de papá.
Saludos Felo
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Para mí las tres recogidas de café en que participé han quedado como recuerdos inovidables, al igual que los cortes de caña, recogida de algodón, los famosos 3 x 1, las visita a las fábricas o a la descarga de mercancías dentro de las bodegas del puerto habanero. A pesar que en dos oportunidades casi pierdo la vida arrastrado por las sorpresivas crecidas de los ríos en sus cabeceras, las experiencias, las vivencias y las aventuras… superan con creces esos minutos de pánico que sentí al verme arrastrado por las aguas o batallar contra las algas dentro de una poceta. Estar 45 días viviendo como casi un salvaje en esas montañas y sobre todo sin la tutela y regaños familiares son los que completan ese gran disfrute. La primera noche durmiendo en Santiago de Cuba en el estadium, para a la mañana siguiente partir en camiones decapotados que una vez que se acercaban a las inmediaciones de la Sierra Maestra o en los macizos más al norte (Calabazar de Sagua) comenzaba a llover torrecialmente para que se deteriorara más de la mitad de lo que llevaba en la mochila. Que días aquellos… donde no sin razón luego repetimos ¡Juventud, divino tesoro!
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Descubrí este blog recientemente y me ha gustado mucho. A mi me tocó la «Operación Mambí» en Cunagua en el 68, cortando caña para el central Amancio Rodríguez. Era cadete de la Marina de Guerra. Cuando llegué a mi casa mi hermana me abrió la puerta y me preguntó: ¿Qué desea?
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Dios mío, son las 4 de la mañana, empecé leyendo esta historia porque me entró nostalgia del Cepero y me puse a buscar fotos en el internet y apareció esto. Me Pero ahora voy por la tercera parte y aparece Mario Naíto en la historia. No lo puedo creer. ¡Yo lo conozco! Trabaja en la Cinemateca de Cuba. Esto es increíble. ¿El sabrá que estas fotos existen? Qué bueno haber encontrado este sitio!!!